Cuando algunos gobernantes deben sus poltronas a alguien que, tras bastidores, se ha encargado de colocarlos en esas posiciones de mando, terminan siendo estigmatizados como títeres. Esa estigmatización vale no solo para los que pretenden asomarse como lideres políticos, a sabiendas de que no son otra cosa que barajas manoseadas por sus tutores en las mesas de negociaciones, sino también para cualquier pieza utilizada en operaciones en gremios y empresas de todos indoles. En otros niveles de la geopolítica también se refiere a gobiernos títeres cuando se designan como tales a aquellas administraciones gubernamentales supeditadas a alguna potencia extranjera.
En Venezuela, en los tiempos de la tiranía de Juan Vicente Gómez, se utilizaba esa mampara de colocar en la Presidencia de La Republica a una figura civil con el descarado fin de darle un ilusorio cartabón institucional al régimen despótico que seguía, no obstante, controlándolo todo. Fue así como apareció en el estrellato nada fulgurante de la escena política venezolana, Juan Bautista Pérez, abogado y magistrado por encargo del tirano mandamás que lo puso a fingir su condición de Presidente encargado de los Estados Unidos de Venezuela a partir del año 1929. Los hechos demostraron que quien seguía mandando, tras esa ficción de Presidente, era Gómez, tanto que a Juan Bautista terminaron adjudicándole el mote de “Juan el bobo”, además de concluir defenestrado después de pretender aplicarle medidas de expulsión al Obispo de la ciudad de Valencia, monseñor Salvador Montes de Oca, lo que originó un serio conflicto con la Iglesia católica y seguidamente ser responsabilizado de “permitir la entrada de la ideología comunista al país”. Gómez instalo a otro de sus títeres en la Presidencia, esta vez el humillante papel fue para el general José María Velazco.
En Argentina, en la hora actual, esa práctica tan vetusta cobra vigencia si nos atenemos a evaluar el desempeño del actual mandatario Alberto Fernández, a quien deja muy descolocado su vicepresidenta, Cristina Kirchner, que no hace el más mínimo esfuerzo por disimular que es ella la que realmente mueve los hilos tras el poder. Pero esa historita de los presidentes títeres es de vieja data. El golpe militar de 1930 encumbró a José Félix Uriburu, una figurilla vestida con charreteras, manipulada a su antojo por los grupos que, tal como lo analiza Federico Andahazi, “jamás habrían alcanzado el poder por la vía del voto democrático”, para concluir en que “esta fue, en esencia, la mecánica de todos los golpes militares y las consecuentes masacres que desataron”. Se puede tener como referencias de esos moldes titiriteros a la llave formada por Ortiz-Castillo después de coronar su golpetazo el 20 de febrero de 1938, Ortiz tenía infiltrado en sus tuétanos el tufo autoritario, fue uno de los que aupó las andanzas militaristas contra Hipólito Yrigoyen y antes, siendo legislador, se prestó a clausurar su propio parlamento.
Otro exponente aventajado del modelo de regímenes títeres, fue José María Guido, un burócrata mediocre que escaló al trono presidencial, aprovechándose de la Ley de acefalia que no permitía que un militar asumiera esa responsabilidad, pero, entre tinieblas, la verdad era que quienes mandaban eran los militares que le imponían sus directrices al títere de Guido.
Para cerrar el caso de Argentina y sus rasgos de gobiernos títeres, traigo a colación el slogan “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, citado por Federico Andahazi en su diagnóstico. Se trataba de la fórmula electoral compuesta por Héctor J. Cámpora y Vicente Solano Lima, ambos quedaron para la posteridad como la jugada del gran titiritero Juan Domingo Perón, quien asumiría el poder después de las siete semanas sangrientas en las que ejerció su mando el tristemente célebre Cámpora. No menos caricaturesco fue la pasantía presidencial de la viuda de Perón, María Estela “Isabel” Martínez de Perón.
En la tropical Republica Dominicana quedó la lúgubre estela del generalísimo del ejercito Rafel Leonidas Trujillo, un déspota que ejerció a sus anchas el poder por más de tres décadas, entre las cuales asomaba las figurillas de sus presidentes títeres. La impronta legada está tallada por sus actos sanguinarios y su desmedido culto a la personalidad. Ese siniestro personaje se valió, hasta de su hermano, Héctor Bienvenido Trujillo, para que fingiera como Presidente de la Republica Dominicana. Años antes había maniobrado con otros nombres como el de Jacinto Peynado y Manuel de Jesús Troncoso, a quienes utilizaba como simuladores de oficio, con la tortuosa finalidad de contener el rapapolvo con que era fustigado por la comunidad internacional por sus desafueros dictatoriales continuistas y hegemónicos.
Una modalidad de gobernantes, dirigentes o lideres títeres es la que busca entronizar en Venezuela el dictador Nicolás Maduro, partiendo de su peculiar caso que deja a la vista su rol de mandadero de los hermanos Castro, quienes sin duda alguna lo seleccionaron para suceder en el poder a Hugo Chávez Frias. Maduro pretende ser el gran elector del abanderado presidencial de la resistencia venezolana para unos eventuales comicios a celebrarse el venidero año. Por eso inhabilita a los disidentes. Que él lo haga no es de extrañar, porque ese comportamiento arbitrario es representativo de su naturaleza. Lo lamentable es que desde los espacios de la llamada oposición venezolana se le haga coro a esos mecanismos propios de una dictadura. Cuando oímos a algunos voceros oposicionistas hablar de una línea sucesora, dando por sentada o valida, de antemano, esa siniestra figura de las inhabilitaciones políticas, es evidente que no deducen o más bien se hacen los desentendidos, de la amenaza que se cierne sobre las cabezas de todos, incluidos los opositores funcionales, de que esas mismas medidas, tarde o temprano también se le aplicaran a quienes Maduro estime un estorbo en su camino a la eternización en el poder mal habido.
En medio de esa andanada de abusos se está dando una movilización popular en torno a diferentes aspirantes a la nominación candidatural en representación de la resistencia venezolana. Una de esas alternativas la encarna María Corina Machado, que se ha comprometido públicamente a mantener su aspiración ¡hasta el final! Esa proclama se entiende como la férrea voluntad de persistir “contra viento y marea”, de hacer lo que sea necesario para consumar el proceso de elecciones primarias como mecanismo expedito para que se verifique un consenso pero desde abajo, desde las bases del pueblo, hacia arriba, ungiendo una candidata que tenga respaldo y confianza de la ciudadanía.