jueves, mayo 2, 2024

A LA BUENA DE DIOS: el calvario de los pacientes en los hospitales públicos de Venezuela (+Testimonio)

Dedico este trabajo a los pacientes de los hospitales públicos del país y a sus familiares quienes, con las uñas y esfuerzos casi sobrehumanos, hacen cualquier cosa por mantener con vida a su ser querido, en medio de un sistema que, literalmente, está diseñado para matar a cualquiera. Para resguardar la identidad de las personas implicadas se usan solo iniciales

“Lo siento señora, hicimos lo que pudimos por salvarlo, pero ya no podemos hacer nada”. Las palabras de la doctora C resonaron muy lejos en mis oídos. Solo sentía un inmenso dolor al estar consciente de que la muerte llegó a mi lado y cobró la vida de R, tras 35 días de reclusión en el hospital Vargas de Caracas.

En este relato destacamos la mística de los trabajadores del hospital Vargas, el personal de enfermería, los médicos y camareros, quienes, según lo que observamos hacen lo que pueden con los pocos elementos que tienen a su alcance.

No obstante, el sistema con el que trabaja el hospital, sumado a la falta de personal, los bajos sueldos, las condiciones laborales, de la estructura física del recinto y la escasez de casi todo tipo de insumos, pone el peligro la vida de los pacientes y demanda sacrificios y esfuerzos que gran parte de los familiares no puede enfrentar.

Comienza el Viacrucis

Aquel 12 de marzo del 2023, llegamos con R afectado por un derrame pleural que le habían detectado en una consulta de emergencia en salud Chacao, donde nos dijeron: “si no lo hospitaliza ya, su vida corre peligro”.

La situación era apremiante, sin seguro privado, solo nos quedaba acudir a la salud pública y a partir de allí se nos formó un nudo en la garganta, al no saber a dónde ir, puesto que las versiones de prensa y lo que nos contaban acerca de los centros de salud del sistema estatal, era aterrador. Y lo es, pero nada se compara con la realidad.

Nos aconsejaron ir al Vargas, porque “allí al menos están hospitalizando”. Así que el domingo, a las 8 de la mañana estábamos en el recinto.

Lo que nos contaron, comparado con lo que vivimos no tiene descripción. Hay que vivirlo en carne propia para comprender de qué trata estar hospitalizado en el sistema de salud público de Venezuela.

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“La emergencia”

La emergencia estaba a reventar y solo había tres médicos de guardia, atendiendo a, literalmente, decenas de personas, con distintos grados de gravedad.

Nos atendieron relativamente rápido y como R estaba consciente y respiraba con dificultad, pero lo hacía, lo relegaron varias veces, ante la llegada de personas heridas o desmayadas.

Cuando por fin le atendieron, esa primera “entrevista” fue interrumpida al menos cuatro veces. Básicamente, los médicos de guardia no se daban abasto, hasta que la doctora M se nos acercó y con mucha paciencia comenzó a preguntar y a anotar todo en una hoja blanca.

A las 12 del medio día nos dieron dos órdenes, una para rayos X y otra para una hematología completa. “Compre un tubo morado y una inyectadora de 5 mg”, me dijeron y “vaya al laboratorio para que le tomen la muestra”.

Hubo que salir corriendo a la farmacia situada al frente del hospital para hacer esa compra y esa fue la primera de la infinidad de veces que se hizo la misma operación, para adquirir los insumos, hasta que decidimos tener en reserva tubos morados, rojos, alcohol, gasas, guantes, para no perder tiempo.

Pero, éramos de los pocos afortunados, porque gran parte de los pacientes y sus familiares, no tienen ni para comprar un tubo que cuesta 20 bolívares, así que dependen de la caridad del familiar del paciente vecino o del depósito que alguien de la familia le haga. Mientras, debe esperar. En ocasiones, ese tiempo transcurrido significó la diferencia entre la vida y la muerte de un paciente.

Ese día, por fortuna, en el hospital estaban haciendo esos exámenes, pero, lograr que los cumplieran fue una odisea que duró horas, hasta que, finalmente a las 5 de la tarde, dieron la orden de hospitalización de R, tras conseguirle “un lugar” en la sala de Observación Masculina que depende de la emergencia.

Llegó una enfermera, le “agarró la vía” en el brazo izquierdo y desapareció. La muchacha, de unos 30 años, estaba “repartida” entre las salas de observación y Triaje, donde había alrededor de 50 pacientes, recibiendo distintos tipos de tratamiento.

Las salas de observación tienen espacio para seis camas, pero pueden caber, apretadas hasta 12. Todas estaban ocupadas.

Allí ubican a los pacientes con orden de reclusión, pero que aún no tienen “cupo” para una sala de hospitalización oficial. La sala de mujeres también estaba a reventar.

El ingreso “formal” al hospital se lo dieron a R casi a media noche de ese domingo, cuando por fin le suministraron el primer antibiótico y lo conectaron a la toma de oxígeno, por su condición respiratoria.

Esperando cupo

R pasó casi una semana en esa sala, sin prácticamente ser revisado por los médicos y la frase “a la buena de Dios” cobró sentido. Su primer diagnóstico no era alentador y estaba delicado: derrame pleural, infección y Epoc.

No obstante, eso no significó una actuación rápida por parte de los médicos y personal de enfermería.

La política del Vargas establece que el “médico tratante” de cada paciente es quien lo recibe en la emergencia y ordena su hospitalización.

La promesa era que de observación lo pasarían “a sala 7 o sala 3”, donde tendría “mayor atención” y comenzarían los exámenes para iniciar el tratamiento adecuado.

La desesperación nos arropó a los dos días del ingreso. R presentó “reacción al antibiótico” dos veces, durante las cuales casi no la cuenta, si no es por mi hermana, quien se vino a Caracas desde el interior del país para ayudarme. Ella es enfermera con 30 años de experiencia y sabe cómo operan los hospitales públicos.

En las salas de observación “hay enfermeros” pero como si no los hubiera. No toman signos vitales, no tienen termómetro, tensiómetro ni oxímetro y tampoco están autorizados para hacerlo. Lo único que hacen es “cumplir tratamiento endovenoso”. Solo los médicos residentes pueden tomar esos signos o los familiares.

Lo lamentable es que no todos los familiares tienen estos tres instrumentos. A la hora de una simple fiebre, toca bajarla a la antigua: con pañitos de agua fría y una oración, porque en el hospital tampoco hay acetaminofén, ni en pastillas y menos inyectable. De cuando en cuando aparece una dipirona, pero eso es casi nunca.

Si la farmacia del hospital tiene el medicamento lo suministra, pero la mayor parte del tiempo no. Así que el familiar debe comprarlo. Y estamos hablando desde protector gástrico, hasta diurético, todo con sus respectivos implementos como inyectadora, algodón y alcohol.

Cuando en las salas hay “una emergencia” con un paciente, esta debe ser literalmente, “de muerte”, porque de lo contrario no hay médico que acuda.

Las dos veces que R se descompensó por la reacción al antibiótico, con fiebre muy alta, un médico que por fin nos hizo caso dijo: “si tienen acetaminofén en pastillas la disuelven y se la dan con una inyectadora y le bajan la fiebre con pañitos”.

A regañadientes aceptó la sugerencia de mi hermana de colocarle solución Ringer y así fue que R reaccionó.

Durante esos días en la sala de observación no se avanzó nada. Hubo que perseguir a los médicos por el hospital hasta que se abocaron al caso, pero sin ordenar más exámenes de sangre o rayos X. Solo se cambió el antibiótico, en vista de que el cuerpo de R rechazaba el que le estaban administrando.

Paradójicamente, cuando la familia o los amigos llamaban para preguntar por R, decían que éramos “afortunados” porque al menos teníamos médicos y oxígeno.

Sala 7, sin agua.. sin nada

Al pensar en un hospital se viene a la cabeza la imagen de un lugar impoluto. Pero, en los centros de salud públicos de Venezuela no hay nada más alejado de la realidad.

Regularmente, en el hospital Vargas no hay agua, a pesar de que en la entrada principal hay un gran letrero que dice que allí hay un pozo cavado por Hidrocapital. Los enormes tanques negros ubicados en las jardinerías aledañas a las salas de hospitalización se puede decir que están de adorno. Se llenan una vez a la semana, pero la demanda de agua es tal que la misma solo dura pocas horas.

En la sala de observación, al menos, había un chorrito de agua y un gran recipiente de donde todos se surtían y los familiares usaban para el aseo de los pacientes y del baño que estaba medianamente limpio.

Pero, el 18 de marzo, cuando R, por fin, fue trasladado a la sala 7, la desesperación creció un poco más. No había agua, el baño, literalmente, era una porquería, tanto que el olor se sentía en todo el recinto.

De casa tuvimos que llevar nuestro propio recipiente que llenábamos a diario, gracias a las migas que hicimos con el dueño de una lunchería cercana.

De resto, en las oportunidades en que llegó un chorrito de líquido al puesto de enfermería, había que hacer fila para llenar cualquier vasija.

En la sala 7 hay 16 camas divididas por estructuras de vidrio y cartón piedra, además, hay un puesto de enfermería, una habitación para este personal y una sala de médicos, con su propio baño.

Por allí no pasa el personal de limpieza. Los familiares deben tener cloro, desinfectante o mínimo vinagre para mantener la higiene.

Muchos no tienen para comprar esos implementos, pero la caridad y la solidaridad abundan, así que, en la medida de lo posible, todo se comparte.

A las salas de hospitalización se meten los gatos y en los jardines que las rodean, los pipotes de basura casi siempre están a rebosar, llenos de moscas. Aunque hay personal para recoger los desechos, el tiempo que los recipientes se lo pasan llenos es lo que abunda.

De paso, en esos recintos no hay aislamiento como tal, más allá de los cubículos. Fácilmente, pueden convivir pacientes con leucemia, deficiencia renal o patologías que requerirían espacios realmente asépticos, junto con uno, dos y has tres familiares que se turnan para cuidar al enfermo o se ayudan entre si.

Esto quiere decir en las salas conviven un promedio de 30 a 60 personas y gran parte de ellas no tiene idea de la asepsia.

Ni hablar de la comida

El hospital tiene un solo menú que se prepara con los alimentos de las bolsas Clap, es decir, que abundan los frijoles, el arroz y la pasta, sin proteínas ni fruta o leche. Esto significa que si hay pacientes con dietas especiales, el hospital no las suministra.

Los familiares se encargan de alimentar a sus enfermos, bien sea comprando la comida en los abundantes negocios que hay en los alrededores o llevándola de su casa.

Esto resulta oneroso se vea como se vea. “Comer sano”, sin grasas, con abundantes vegetales o frutas, cuesta caro y no todos pueden costear ese gasto.

Por ello, es común ver a pacientes y familiares comer solo empanadas pasta o sopa y hasta hay quienes hacen bollos o arepas dentro de la sala, usando arroceras o tostiarepas.

Los enfermos que dependen de la comida del hospital la pasan realmente mal.

Lo que falta es tiempo

Gran parte de los pacientes necesitan interconsultas con los especialistas, dependiendo de sus afecciones, porque en las salas de hospitalización los médicos son estudiantes de posgrado en medicina interna.

Para que R recibiera la interconsulta del neumonólogo pasó otra semana. Para hacerle los exámenes exclusivos de su condición respiratoria, hubo que pagarlos en laboratorios externos. También transcurrieron 10 días.

Gracias a que se pidió colaboración por redes sociales pudimos enfrentar el gasto. Incluso, tuvimos la suerte de recibir, en calidad de donación, tanto una silla de ruedas, como el medicamento indicado para su afección que costó 500 dólares.

Pero, estamos hablando de cientos de dólares que no todos tienen y que, por lo tanto, el paciente debe esperar, “a la buena de Dios”, hasta que su familia consiga los recursos.

En los laboratorios ubicados alrededor del hospital Vargas hay exámenes que cuestan entre 3 y 70 dólares y a veces los médicos piden dos tres y hasta cuatro pruebas de esas, si no diariamente, si dos veces por semana.

Igualmente, se debe tener plata para comprar guantes, soluciones, inyectadoras, yelcos, rogar para que el laboratorio tenga reactivos para hematología que es casi la única prueba que es “gratis”, porque hay días que ni eso.

La caridad, la solidaridad y la ayuda, aunque sea para vigilar al enfermo, mientras sales a comprar algo o llevar una muestra al laboratorio, abundan, pero nunca es suficiente.

En el tiempo que R pasó allí fallecieron al menos 8 pacientes, otros tantos fueron dados de alta y se salvaron. R nos dejó el domingo 16 de abril entre las 9 y 10 de la mañana. Su estado era muy delicado.

Allí dejamos a personas que lo daban todo por mantener a su familiar respirando que ya era bastante.

PD:

A casi dos semanas de la muerte de R, regresamos al Vargas a recoger los resultados de unos exámenes que estuvieron listos días después del deceso. Nos enteramos que solo en la sala 7 fallecieron otros tres pacientes.

Eso sí, en el hospital se había “hecho reformas” en la emergencia, pintaron algunos pasillos y los recipientes para la los desechos no tenían moscas pululando a su alrededor.

Nos dijeron que estuvo de visita el ministro y “barrieron por donde pasa la novia”. De resto, todo sigue igual.

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