Entrar al hospital Periférico de Catia es sentir que sus paredes se te vienen encima. Piso por piso muestran que alguna vez fueron azules, solo que su color original ahora tiene pegado el sucio
La luz del Periférico de Catia es intermitente. Algunos pasillos se alumbran con el sol que se cuela por las ventanas. Otros rincones son la verdadera cueva del lobo. Un hospital que no huele a limpio, con pasillos llenos de polvo y telaraña.
En cada paso el olor a alcohol traspasa el tapaboca. Enfermeras improvisan envases y atomizadores para rociarlo en sus manos y así tener sensación de seguridad. Sobrevivir un día más y mantenerte sano es tremenda hazaña.
La lista es larga y los quirófanos pocos
La deuda quirúrgica de la mayoría de los hospitales en Venezuela supera el 70%. En el periférico es fácil presumir que no escapa a esta realidad. De seis quirófanos solo funcionan dos a media máquina.
El paciente debe costear básicamente todos los insumos y el instrumental. Los médicos, enfermeras y el personal de salud en general y no es una metáfora, trabajan con las uñas.
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Parte de su indumentaria también es un envase para lograr tener acceso a lo que dan en la cocina. Las bandejas metálicas pasaron a la historia. En el Periférico de Catia el equipo de nutrición debe hacer magia para que la comida alcance.
La dieta es la misma. Arroz, granos y con intermitencia proteínas.
Subir y bajar escaleras son parte de la jornada de todos por igual. Personal de salud y paciente, incluso estando recién operados hombres y mujeres deben guardarse el dolor o malestar y hacer lo propio para llegar a su piso.
Aunque su capacidad es de 83 camas, con suerte hay unas 16 ocupadas. En las salas de hospitalización se nota el desgaste. Ventanas con material descartable de cortina, baños sucios y colchones llenos de huecos.
Banco de sangre en el piso
Una “ponchera” azul ataja la gotera del lava mopas del banco de sangre del hospital Ricardo Baquero González, mejor conocido como el Periférico.
El laboratorio donde se procesa la sangre tiene neveras dañadas desde el 2015. Su personal se niega a que el departamento muera y habilitaron una nevera doméstica para congelar el plasma.
Sus trabajadores que prefieren no identificarse comentan que han recibido bolsas recolectoras vencidas desde el años 2017.
“Por ética no podemos usar esas bolsas. Los anticoagulantes que son cristalinos llegan amarillos y eso perjudica al paciente”.
“Aquí no hay nada” es la frase recurrente. De 20 donantes diarios, la capacidad se redujo a 5 por no tener donde almacenar la sangre y cada día son menos los bioanalistas que llegan.
Con un sueldo de menos de 1 dólar estar en un sitio como este es más que un acto heroico.
Los cadáveres estallan
Diez años cerrada cumple la morgue de este hospital. Su puerta está sellada, pero es necesario un lugar donde dejar a quienes pierden la vida, no importa cómo.
A sólo algunos metros del sitio que fungía como medicatura forense un pasillo largo, oscuro y maloliente.
Un área repleta de camillas y equipos dañados que sirven de espacio para el descanso eterno. Muchos inclusos después de muertos abusados y vulnerados al ser dejados ahí hasta descomponerse.
Las paredes lucen llenas de sangre y fluidos de ese abandono. Qué dolor es imaginar que a nadie le importa, que la humanidad se guardó en el mismo bolsillo donde escasea el dinero por salarios de hambre.
A pesar de un escenario dantesco por donde se mire, hay almas que insisten y creen que algo puede pasar y que puede llegar un mejor porvenir.
Trabajadores que hasta se atreven a reírse de una desgracia generalizada que es la peor plaga que se apoderó del sistema público de salud en Venezuela.